Columna de Aldo Neri, es ministro de Salud y ex diputado nacional del martes 17 de junio de 2008 para www.ieco.clarin.com
El Gobierno anunció la semana pasada un plan de redistribución social que incurre en errores y no permitirá resolver el problema de la extrema desigualdad.
El Gobierno enarbola la bandera de la redistribución del ingreso como sustento de la política oficial. Buena parte de la oposición no se queda corta en cobijarse bajo la misma insignia. La diferencia es que al oficialismo se lo puede evaluar por los hechos, en tanto que a los otros sólo por las propuestas.
De todos modos, alcanza como para preguntarse si ese aparentemente generalizado reconocimiento de que el problema social central es la extrema desigualdad se acompaña de equivalente conciencia de las implicancias de una redistribución que la revierta.
Mi impresión es que no. Y el Plan de Redistribución Social anunciado el 9 de junio para desarmar a los ruralistas ratifica esa opinión.
La primera falacia subyacente es que todo crecimiento es igualmente bueno, a pesar de que sabemos que cada modelo distribuye distinto. Uno puede llegar a preguntarse, en el extremo, si no es mejor, en calidad de vida social, crecer menos distribuyendo mejor, que crecer más distribuyendo peor.
La segunda falacia es que redistribuir es gratis, indoloro, y trae mucho aplauso, cuando la verdad es que cuesta, duele y genera por lo menos tanto aplauso como diatriba.
La tercera falacia es que lo que define la redistribución es recortarle el exceso a los más prósperos, ignorando que el sentido emerge del cómo lo usamos después. De dónde sacamos y dónde ponemos los recursos es toda la fórmula distributiva.
Las políticas públicas en parte definen (recursos públicos) y en parte orientan (recursos privados) los resultados de esa fórmula. Y entonces la cuestión es más sutil que regodearse con sacarle plata a una, además, inexistente oligarquía, aunque no se dude de la necesidad de un régimen impositivo más progresivo.
Por lo pronto, pasa por qué modelo productivo se alienta y por cuál perfil de consumo estamos promocionando. Esto implica, entre otras cosas, a dónde van los subsidios del Estado y otros apoyos, que además, en los últimos dos años se orientaron electoralmente para ganarse a la clase media. En la realidad argentina, no es aventurado afirmar que el mundo pobre de la informalidad, donde está más de la mitad de la población --y sumemos el poblado estrato inferior de trabajadores en blanco que ganan muy poco--, subsidia buena parte de las ventajas que disfrutamos los inscriptos en la economía formal, por vía de los impuestos que paga y las postergaciones que sufre en el reparto. En esa tensión distributiva ganan los más fuertes, de no existir políticas reorientadoras.
Y no asoma en el Gobierno una estrategia así, acorde al discurso. Prueba de ello es el destino que se proyecta a los fondos de retenciones en litigio: el grueso se destinará a 30 hospitales nuevos. Se ignora --imperdonable en el gobernante-- que el problema central del sistema de salud argentino es su anárquica organización y funcionamiento, y no la disponibilidad de camas hospitalarias, fuera de que hay zonas del Gran Buenos Aires que sí las necesitan.
Así no se redistribuye nada. Hospitales nuevos que se incorporarían a un modelo arcaico e insatisfactorio para los supuestos beneficiarios, mientras el Gobierno es pasivo frente al maridaje creciente de los sindicatos con la medicina más comercializada, posterga la regulación de los prepagos y no toma una sola iniciativa que apunte a cambios estructurales hacia una mayor equidad, por ignorancia o por que se enojarían algunos aliados.
Harina de otro costal es la ayuda menor que recibirían la atención primaria de la salud y la vivienda popular, y los caminos rurales. Eso sí redistribuye. Aunque la iniciativa refuerza el esquema, nada federalista, de la dádiva arbitraria para los complacientes.
El problema hoy exige mucho más que una solución al déficit de ingreso de las personas y familias. No basta entonces, por ejemplo, con aplaudir los 600.000 autos fabricados este año, si la inversión en transporte popular sigue rezagada. El mercado sabe lo que hace y orienta a la empresa hacia las demandas solventes; si además el Estado las subsidia, el círculo se cierra.
Y hoy esas demandas están en un modelo de cultura de consumo norteamericanizado. Escribe Paul Krugman que menos del 5% de su pueblo va a su trabajo en transporte público, y lo plantea como un problema de consumo de energía, de contaminación, organización urbana e integración social. ¿Es ese el futuro venturoso que queremos construir? Ante cualquier propuesta de corregir el rumbo, el Gobierno y más de un economista nos dirán: "así enfriaremos la economía."
Respondamos: "¿Por qué no la calentamos con una mezcla distinta de combustible?" Y, para completar la idea y la metáfora, digámosle: "Lo que importa no es sólo la altura de la llama, sino qué es lo que estamos cocinando."
El Gobierno anunció la semana pasada un plan de redistribución social que incurre en errores y no permitirá resolver el problema de la extrema desigualdad.
El Gobierno enarbola la bandera de la redistribución del ingreso como sustento de la política oficial. Buena parte de la oposición no se queda corta en cobijarse bajo la misma insignia. La diferencia es que al oficialismo se lo puede evaluar por los hechos, en tanto que a los otros sólo por las propuestas.
De todos modos, alcanza como para preguntarse si ese aparentemente generalizado reconocimiento de que el problema social central es la extrema desigualdad se acompaña de equivalente conciencia de las implicancias de una redistribución que la revierta.
Mi impresión es que no. Y el Plan de Redistribución Social anunciado el 9 de junio para desarmar a los ruralistas ratifica esa opinión.
La primera falacia subyacente es que todo crecimiento es igualmente bueno, a pesar de que sabemos que cada modelo distribuye distinto. Uno puede llegar a preguntarse, en el extremo, si no es mejor, en calidad de vida social, crecer menos distribuyendo mejor, que crecer más distribuyendo peor.
La segunda falacia es que redistribuir es gratis, indoloro, y trae mucho aplauso, cuando la verdad es que cuesta, duele y genera por lo menos tanto aplauso como diatriba.
La tercera falacia es que lo que define la redistribución es recortarle el exceso a los más prósperos, ignorando que el sentido emerge del cómo lo usamos después. De dónde sacamos y dónde ponemos los recursos es toda la fórmula distributiva.
Las políticas públicas en parte definen (recursos públicos) y en parte orientan (recursos privados) los resultados de esa fórmula. Y entonces la cuestión es más sutil que regodearse con sacarle plata a una, además, inexistente oligarquía, aunque no se dude de la necesidad de un régimen impositivo más progresivo.
Por lo pronto, pasa por qué modelo productivo se alienta y por cuál perfil de consumo estamos promocionando. Esto implica, entre otras cosas, a dónde van los subsidios del Estado y otros apoyos, que además, en los últimos dos años se orientaron electoralmente para ganarse a la clase media. En la realidad argentina, no es aventurado afirmar que el mundo pobre de la informalidad, donde está más de la mitad de la población --y sumemos el poblado estrato inferior de trabajadores en blanco que ganan muy poco--, subsidia buena parte de las ventajas que disfrutamos los inscriptos en la economía formal, por vía de los impuestos que paga y las postergaciones que sufre en el reparto. En esa tensión distributiva ganan los más fuertes, de no existir políticas reorientadoras.
Y no asoma en el Gobierno una estrategia así, acorde al discurso. Prueba de ello es el destino que se proyecta a los fondos de retenciones en litigio: el grueso se destinará a 30 hospitales nuevos. Se ignora --imperdonable en el gobernante-- que el problema central del sistema de salud argentino es su anárquica organización y funcionamiento, y no la disponibilidad de camas hospitalarias, fuera de que hay zonas del Gran Buenos Aires que sí las necesitan.
Así no se redistribuye nada. Hospitales nuevos que se incorporarían a un modelo arcaico e insatisfactorio para los supuestos beneficiarios, mientras el Gobierno es pasivo frente al maridaje creciente de los sindicatos con la medicina más comercializada, posterga la regulación de los prepagos y no toma una sola iniciativa que apunte a cambios estructurales hacia una mayor equidad, por ignorancia o por que se enojarían algunos aliados.
Harina de otro costal es la ayuda menor que recibirían la atención primaria de la salud y la vivienda popular, y los caminos rurales. Eso sí redistribuye. Aunque la iniciativa refuerza el esquema, nada federalista, de la dádiva arbitraria para los complacientes.
El problema hoy exige mucho más que una solución al déficit de ingreso de las personas y familias. No basta entonces, por ejemplo, con aplaudir los 600.000 autos fabricados este año, si la inversión en transporte popular sigue rezagada. El mercado sabe lo que hace y orienta a la empresa hacia las demandas solventes; si además el Estado las subsidia, el círculo se cierra.
Y hoy esas demandas están en un modelo de cultura de consumo norteamericanizado. Escribe Paul Krugman que menos del 5% de su pueblo va a su trabajo en transporte público, y lo plantea como un problema de consumo de energía, de contaminación, organización urbana e integración social. ¿Es ese el futuro venturoso que queremos construir? Ante cualquier propuesta de corregir el rumbo, el Gobierno y más de un economista nos dirán: "así enfriaremos la economía."
Respondamos: "¿Por qué no la calentamos con una mezcla distinta de combustible?" Y, para completar la idea y la metáfora, digámosle: "Lo que importa no es sólo la altura de la llama, sino qué es lo que estamos cocinando."