La obsesión de controlar a la prensa. Editorial publicada en la edición gráfica del Diario La Nación del Jueves 10 de abril de 2008.
De casualidad, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y el ex primer ministro italiano Silvio Berlusconi, candidato al mismo cargo para las elecciones del domingo y el lunes próximos, coincidieron en algo en los últimos días: ambos criticar en actos públicos a dibujantes de la prensa gráfica.
La mandataria argentina calificó con tono crispado de "mensaje cuasi mafioso" una excelente caricatura del brillante y respetado caricaturista Hermenegildo Sábat, publicada en Clarín , en la cual aparecía ella con una venda cruzada en la boca; Berlusconi se quejó con tono de broma, y sin identificar a nadie, porque, con 1,70 metro de estatura, suele ser en las viñetas más bajito que los mandatarios de otros países.
Si bien la irritación de la Presidenta, en medio del conflicto con el campo, nada tiene que ver con las salidas en apariencia graciosas de Il Cavalieri , en medio de la campaña electoral, vale la comparación de las reacciones frente a circunstancias similares para entender hasta qué punto está incorporada entre nosotros la cultura democrática o, en todo caso, hasta qué punto vivimos, en realidad, en una mera democracia electoral en la cual el que obtiene más votos en los comicios supone que manda y el otro, sea opositor o pertenezca a algún sector no apreciado por el Gobierno, debe aceptar las cosas como son.
Estamos más cerca del segundo escenario que del primero si se tiene en cuenta la obsesión de controlar a la prensa, o al menos de insinuarlo, por medio del relanzamiento del Observatorio de Discriminación en los Medios, del Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (Inadi). Con esta herramienta, el Gobierno pretende asegurarse "un relato mediático que brinde cabida a todas las opiniones". En no pocos países existen organismos de esta naturaleza, pero, en su gran mayoría, la mano gubernamental no está presente ni tiene injerencia alguna en su desempeño, de modo de no fomentar el reverso de la libertad de expresión: es decir, la autocensura.
Como si no hubiera otras urgencias en el país, esta absurda iniciativa gubernamental, acompañada de un confuso informe de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires (UBA) sobre la cobertura del conflicto con el campo, provocó duros y certeros cuestionamientos de las principales instituciones periodísticas del país y del exterior.
Es curioso, sin embargo, que la agencia oficial Télam haya sido el único medio de comunicación nacional que no dedicara una sola línea a los cacerolazos que se produjeron como consecuencia del conflicto con el campo. Ese detalle no pareció ser percibido por los funcionarios gubernamentales que impulsan el Observatorio ni por los expertos que evaluaron la discriminación entre "piqueteros violentos" y "grupos de choque" en el informe de la UBA.
Frente a esta paradójica situación, la Asociación de Entidades Periodísticas Argentinas (ADEPA) observó en una solicitada: "El Gobierno parece haber elegido a los medios de prensa como enemigos a vencer. Una mirada suspicaz le hace ver conspiraciones por todas partes y creer que la cobertura periodística de los fenómenos sociales encubre fines de alteración del sistema institucional".
En opinión de ADEPA, el Gobierno relanza de este modo un instrumento anacrónico, "porque la multiplicidad de expresiones que posibilitan las nuevas tecnologías y han hecho de cada ciudadano un periodista en potencia convierten a la intención controladora en una caricatura de dominación".
A su vez, el Foro de Periodismo Argentino (Fopea), en representación de 220 periodistas de todo el país, cuestiona, en particular, la participación del Gobierno en el Observatorio: "Queremos llamar a la reflexión a las autoridades nacionales sobre qué objetivos se persiguen en la creación de este observatorio y recalcar que las experiencias más enriquecedoras que se han dado en el mundo cuando se utilizaron estos instrumentos fueron justamente producto de iniciativas ciudadanas de organizaciones de la sociedad civil -muchas veces con participación de las instituciones académicas- y sin la presencia de los respectivos gobiernos".
El creciente clima de suspicacias creado en el país figura en el informe final de la reunión de medio año de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), realizada recientemente en Caracas. En ella no se advirtieron mejoras para la libertad de información en el continente.
El presidente anfitrión, Hugo Chávez, había llamado a la SIP "uno de los brazos del imperio". La situación en Venezuela dista de ser buena por violaciones a los derechos humanos de los periodistas y trabajadores de los medios de comunicación, y constantes amenazas y atropellos contra los medios escritos, orales y televisivos. La Argentina, más allá de la intolerancia oficial, no debería llegar a una situación similar.
Ni el actual gobierno nacional ni el anterior, aunque nadie crea que en la Argentina haya habido una transición, parecen entender que la libertad de expresión es la síntesis de los derechos humanos y es, además, parte sustantiva y fundamental de la organización de los Estados. Su anulación o su limitación implica el derecho de la fuerza, acción totalitaria que contraría la libre aceptación de la palabra ajena.
Sobre ello se pronunció el presidente de la SIP, Earl Maucker, sorprendido porque la "prensa argentina da muestras de una riqueza plural de opiniones, por lo que no entendemos por qué el Gobierno desea intervenir en cuestiones que sólo le competen a la sociedad civil".
Las imputaciones de la Presidenta contra el dibujante Sábat, así como sus irritantes latiguillos contra lo que lee "en letras de molde", revelan la alarmante falta de estatura cívica que padecemos en el país.
Es necesario poner fin a las insinuaciones, las amenazas y toda otra forma o método que restrinja esta garantía de raigambre constitucional. La libertad de expresión, como ha sido señalado en reiteradas ocasiones desde esta columna editorial, es un derecho fundamental e inalienable, inherente a todas las personas. Y es, además, un requisito indispensable para la existencia misma de una sociedad democrática que, a tono con lo que declama el Gobierno, pretende deshacerse de su sesgo autoritario.
De casualidad, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y el ex primer ministro italiano Silvio Berlusconi, candidato al mismo cargo para las elecciones del domingo y el lunes próximos, coincidieron en algo en los últimos días: ambos criticar en actos públicos a dibujantes de la prensa gráfica.
La mandataria argentina calificó con tono crispado de "mensaje cuasi mafioso" una excelente caricatura del brillante y respetado caricaturista Hermenegildo Sábat, publicada en Clarín , en la cual aparecía ella con una venda cruzada en la boca; Berlusconi se quejó con tono de broma, y sin identificar a nadie, porque, con 1,70 metro de estatura, suele ser en las viñetas más bajito que los mandatarios de otros países.
Si bien la irritación de la Presidenta, en medio del conflicto con el campo, nada tiene que ver con las salidas en apariencia graciosas de Il Cavalieri , en medio de la campaña electoral, vale la comparación de las reacciones frente a circunstancias similares para entender hasta qué punto está incorporada entre nosotros la cultura democrática o, en todo caso, hasta qué punto vivimos, en realidad, en una mera democracia electoral en la cual el que obtiene más votos en los comicios supone que manda y el otro, sea opositor o pertenezca a algún sector no apreciado por el Gobierno, debe aceptar las cosas como son.
Estamos más cerca del segundo escenario que del primero si se tiene en cuenta la obsesión de controlar a la prensa, o al menos de insinuarlo, por medio del relanzamiento del Observatorio de Discriminación en los Medios, del Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (Inadi). Con esta herramienta, el Gobierno pretende asegurarse "un relato mediático que brinde cabida a todas las opiniones". En no pocos países existen organismos de esta naturaleza, pero, en su gran mayoría, la mano gubernamental no está presente ni tiene injerencia alguna en su desempeño, de modo de no fomentar el reverso de la libertad de expresión: es decir, la autocensura.
Como si no hubiera otras urgencias en el país, esta absurda iniciativa gubernamental, acompañada de un confuso informe de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires (UBA) sobre la cobertura del conflicto con el campo, provocó duros y certeros cuestionamientos de las principales instituciones periodísticas del país y del exterior.
Es curioso, sin embargo, que la agencia oficial Télam haya sido el único medio de comunicación nacional que no dedicara una sola línea a los cacerolazos que se produjeron como consecuencia del conflicto con el campo. Ese detalle no pareció ser percibido por los funcionarios gubernamentales que impulsan el Observatorio ni por los expertos que evaluaron la discriminación entre "piqueteros violentos" y "grupos de choque" en el informe de la UBA.
Frente a esta paradójica situación, la Asociación de Entidades Periodísticas Argentinas (ADEPA) observó en una solicitada: "El Gobierno parece haber elegido a los medios de prensa como enemigos a vencer. Una mirada suspicaz le hace ver conspiraciones por todas partes y creer que la cobertura periodística de los fenómenos sociales encubre fines de alteración del sistema institucional".
En opinión de ADEPA, el Gobierno relanza de este modo un instrumento anacrónico, "porque la multiplicidad de expresiones que posibilitan las nuevas tecnologías y han hecho de cada ciudadano un periodista en potencia convierten a la intención controladora en una caricatura de dominación".
A su vez, el Foro de Periodismo Argentino (Fopea), en representación de 220 periodistas de todo el país, cuestiona, en particular, la participación del Gobierno en el Observatorio: "Queremos llamar a la reflexión a las autoridades nacionales sobre qué objetivos se persiguen en la creación de este observatorio y recalcar que las experiencias más enriquecedoras que se han dado en el mundo cuando se utilizaron estos instrumentos fueron justamente producto de iniciativas ciudadanas de organizaciones de la sociedad civil -muchas veces con participación de las instituciones académicas- y sin la presencia de los respectivos gobiernos".
El creciente clima de suspicacias creado en el país figura en el informe final de la reunión de medio año de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), realizada recientemente en Caracas. En ella no se advirtieron mejoras para la libertad de información en el continente.
El presidente anfitrión, Hugo Chávez, había llamado a la SIP "uno de los brazos del imperio". La situación en Venezuela dista de ser buena por violaciones a los derechos humanos de los periodistas y trabajadores de los medios de comunicación, y constantes amenazas y atropellos contra los medios escritos, orales y televisivos. La Argentina, más allá de la intolerancia oficial, no debería llegar a una situación similar.
Ni el actual gobierno nacional ni el anterior, aunque nadie crea que en la Argentina haya habido una transición, parecen entender que la libertad de expresión es la síntesis de los derechos humanos y es, además, parte sustantiva y fundamental de la organización de los Estados. Su anulación o su limitación implica el derecho de la fuerza, acción totalitaria que contraría la libre aceptación de la palabra ajena.
Sobre ello se pronunció el presidente de la SIP, Earl Maucker, sorprendido porque la "prensa argentina da muestras de una riqueza plural de opiniones, por lo que no entendemos por qué el Gobierno desea intervenir en cuestiones que sólo le competen a la sociedad civil".
Las imputaciones de la Presidenta contra el dibujante Sábat, así como sus irritantes latiguillos contra lo que lee "en letras de molde", revelan la alarmante falta de estatura cívica que padecemos en el país.
Es necesario poner fin a las insinuaciones, las amenazas y toda otra forma o método que restrinja esta garantía de raigambre constitucional. La libertad de expresión, como ha sido señalado en reiteradas ocasiones desde esta columna editorial, es un derecho fundamental e inalienable, inherente a todas las personas. Y es, además, un requisito indispensable para la existencia misma de una sociedad democrática que, a tono con lo que declama el Gobierno, pretende deshacerse de su sesgo autoritario.