El kirchnerismo, tal como se lo conoció, ha terminado en la sorprendente madrugada de hoy. Un hombre solitario, Julio Cobos, que tomó la decisión más importante de su vida rodeado sólo por su familia, maltratado por el oficialismo en las últimas semanas, terminó con una forma de gobernar y con un estilo de mandar que duraron cinco años.
Cobos no fue un verdugo oportunista, sino la expresión última y definitiva de una crisis que había dejado al kirchnerismo sin opinión pública, sin confianza social en la economía, sin aliados y sin gran parte del peronismo. Se necesita cometer muchos errores políticos para convertirse tan rápidamente en un paria de la política después de usar y abusar de un poder hegemónico durante un lustro.
El primer y más grande error fue el capricho. La Presidenta y su esposo dejaron pasar no menos de cuatro o cinco oportunidades para acordar con las entidades agropecuarias un final digno del conflicto. Los ruralistas no fueron el motivo de tanta decadencia, pero su resistencia fue esencial para catalizar el malhumor colectivo.
Una cierta ceguera política se apoderó del liderazgo político de la Nación, que le impidió ver que ya no era hora de doblar la apuesta, como lo había hecho siempre el kirchnerismo, sino de apaciguar los conflictos que podían crecer al calor del descrédito oficial. Crecieron, hasta tomar la dimensión de la enorme derrota de esta madrugada.
Cobos hizo bien en jugar su papel institucional volcándose hacia donde estaba la sensación generalizada del Congreso. Hasta los oficialistas que votaron por el proyecto de las retenciones lo hicieron, tanto en la Cámara de Diputados como en la de Senadores, con la sensación, fácilmente perceptible, de que estaban haciendo lo incorrecto. Un desempate del vicepresidente a favor del proyecto oficial hubiera significado arrancarle al Congreso una decisión contra su naturaleza y contra su opinión más extendida. Hubiera sido un exceso del poder circunstancial y casual de un solo hombre.
La Presidenta tiene la Jefatura del Estado y su responsabilidad es ineludible. Pero tan notable como esa responsabilidad fue el fracaso de la estrategia diseñada por su esposo, el ex presidente. Néstor Kirchner llegó a boicotear, en nombre de la "compañera Cristina", las negociaciones con el campo que abrió la propia Presidenta. El jefe de Gabinete, Alberto Fernández, hablaba con los dirigentes rurales por indicación de Cristina Kirchner, pero el pendenciero secretario de Comercio, Guillermo Moreno, salía paralelamente a agredir a los ruralistas por orden de Néstor Kirchner.
Las formas del maltrato kirchnerista están también en la explicación de la soledad en que quedó el oficialismo cuando le llegó la adversidad. El ejercicio de cortar siempre puentes políticos y afectivos significa anular cualquier posibilidad de retirada o de rectificación. Se juega a todo o nada, a la derrota o a la victoria. La derrota se abatió ahora definitivamente sobre el oficialismo.
Una administración débil deberá afrontar un destino de tres años y medio más de vida. Podrán citarse muchos ejemplos de gobiernos del mundo que perdieron votaciones en los parlamentos y tuvieron luego una vida lozana. Son ciertos. La única y crucial diferencia es que ninguno de esos gobiernos mandaba como mandaban los Kirchner. El matrimonio presidencial argentino no sabe gobernar de otra manera que no sea asestándole su propia voluntad a la política y a la sociedad.
Eso es lo que ha terminado en la madrugada más ingrata de los Kirchner. El destino de los actuales gobernantes se cifra ahora en su capacidad para cambiar un modelo de gobernar y en descubrir un modo consensual de administrar el país. Los Kirchner nunca han recurrido a esas prácticas normales de la política, ni en Santa Cruz ni el gobierno nacional. No se puede predecir, por lo tanto, lo que sucederá cuando las cosas carecen de experiencia previa.
Cobos no fue un verdugo oportunista, sino la expresión última y definitiva de una crisis que había dejado al kirchnerismo sin opinión pública, sin confianza social en la economía, sin aliados y sin gran parte del peronismo. Se necesita cometer muchos errores políticos para convertirse tan rápidamente en un paria de la política después de usar y abusar de un poder hegemónico durante un lustro.
El primer y más grande error fue el capricho. La Presidenta y su esposo dejaron pasar no menos de cuatro o cinco oportunidades para acordar con las entidades agropecuarias un final digno del conflicto. Los ruralistas no fueron el motivo de tanta decadencia, pero su resistencia fue esencial para catalizar el malhumor colectivo.
Una cierta ceguera política se apoderó del liderazgo político de la Nación, que le impidió ver que ya no era hora de doblar la apuesta, como lo había hecho siempre el kirchnerismo, sino de apaciguar los conflictos que podían crecer al calor del descrédito oficial. Crecieron, hasta tomar la dimensión de la enorme derrota de esta madrugada.
Cobos hizo bien en jugar su papel institucional volcándose hacia donde estaba la sensación generalizada del Congreso. Hasta los oficialistas que votaron por el proyecto de las retenciones lo hicieron, tanto en la Cámara de Diputados como en la de Senadores, con la sensación, fácilmente perceptible, de que estaban haciendo lo incorrecto. Un desempate del vicepresidente a favor del proyecto oficial hubiera significado arrancarle al Congreso una decisión contra su naturaleza y contra su opinión más extendida. Hubiera sido un exceso del poder circunstancial y casual de un solo hombre.
La Presidenta tiene la Jefatura del Estado y su responsabilidad es ineludible. Pero tan notable como esa responsabilidad fue el fracaso de la estrategia diseñada por su esposo, el ex presidente. Néstor Kirchner llegó a boicotear, en nombre de la "compañera Cristina", las negociaciones con el campo que abrió la propia Presidenta. El jefe de Gabinete, Alberto Fernández, hablaba con los dirigentes rurales por indicación de Cristina Kirchner, pero el pendenciero secretario de Comercio, Guillermo Moreno, salía paralelamente a agredir a los ruralistas por orden de Néstor Kirchner.
Las formas del maltrato kirchnerista están también en la explicación de la soledad en que quedó el oficialismo cuando le llegó la adversidad. El ejercicio de cortar siempre puentes políticos y afectivos significa anular cualquier posibilidad de retirada o de rectificación. Se juega a todo o nada, a la derrota o a la victoria. La derrota se abatió ahora definitivamente sobre el oficialismo.
Una administración débil deberá afrontar un destino de tres años y medio más de vida. Podrán citarse muchos ejemplos de gobiernos del mundo que perdieron votaciones en los parlamentos y tuvieron luego una vida lozana. Son ciertos. La única y crucial diferencia es que ninguno de esos gobiernos mandaba como mandaban los Kirchner. El matrimonio presidencial argentino no sabe gobernar de otra manera que no sea asestándole su propia voluntad a la política y a la sociedad.
Eso es lo que ha terminado en la madrugada más ingrata de los Kirchner. El destino de los actuales gobernantes se cifra ahora en su capacidad para cambiar un modelo de gobernar y en descubrir un modo consensual de administrar el país. Los Kirchner nunca han recurrido a esas prácticas normales de la política, ni en Santa Cruz ni el gobierno nacional. No se puede predecir, por lo tanto, lo que sucederá cuando las cosas carecen de experiencia previa.